La caracola se devolvía ya a su casa, cansada de un largo día de trabajo. No es que le cansara el trabajo, ni lo que hacía en él. Lo que le agotaba era que cada día el camino se le hacía más largo.
Hubo un tiempo donde disfrutaba aventurarse a nuevas rutas, dándose el tiempo de respirar, y hasta cantar el paisaje, dibujando con su húmeda huella la silueta de prados gigantes, coloridos y utópicos. Se encaramaba en ramas verdes y flores rojas, saludaba a los canarios y a los loros, quienes creían comprender su dicha ambulante, pero no estaban ni cerca de respirar con tanta naturalidad, tanta delicadeza. La caracola era la misma, pero los prados ya no eran dibujos. Eran reales. Florecidos e incluso más grandes de lo que ella imaginó. Y es que había algo que la caracola había olvidado(no tenía muy buena memoria, es más, siempre fue algo despistada), era que ella nunca había estado caminando hacia su casa, ya que no era necesario. Su casa venía caminando con ella, en su espalda, y mientras ella estaba distraída en el paisaje, las vueltas de su caparazón se hicieron alas, que se dibujaban a sí mismas a la vez que ella creaba verdes, grises, azules y rojos senderos para otras caracolas.
En algún muro del paisaje, todavía se leen mensajes rayados por las caracolas libres, dirigidos a otras caracolas, que tampoco se sabían mariposas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario